miércoles, 3 de abril de 2019

Cuento de amor a la naturaleza: El hombre que cantaba con las aves




Esta es la historia del último atardecer de Jacinto González. Ocurrió un domingo de junio cuando la finca era un jolgorio. Todos andaban contentos con ropa recién comprada disfrutando de la fiesta.


En la cocina alrededor del fogón ardían chismes y carcajadas; en el salón los hombres se calentaban con aguardiente; y en el pasillo Jacinto volando en fiebre se arrastraba hasta el portón huyendo de la algarabía. 

Con ilusión cruzó la puerta esperando aliviar un poquito su dolor. Al salir tomó aire con la misma ansia que un recién nacido su primera bocanada, un frio helado le penetró hasta los huesos.

Fue un instante después que observó al frente suyo toda la ladera destrozada. ¡No lo podía creer! Pensando que eran visiones por la calentura en la cabeza abrió y cerró los ojos hasta comprobar que era cierto.

Sorprendido y confuso exclamó:

— ¿Dónde están los árboles?

Ante el silencio con gran esfuerzo volvió a preguntar, esta vez usando hasta el último aliento que le quedaba:

— ¿Que alguien me diga dónde están los árboles?

Su voz se extendió como en otra época, cuando cantaba como un ave caminando monte arriba por la vereda. Al oírlo nuevamente hasta el burro, el perro y las vacas callaron. 

Tras el largo eco se apagó la música y uno a uno corrieron al encuentro: viejos y jóvenes, grandes y chicos, hombres y animales. 

Todos se miraban sin pronunciar palabra alguna y los animales sin mover siquiera el rabo. Un aire de pesada culpa inundó la casa. 

Jacinto entristecido ante el paisaje plantó su mirada en el bosque ya perdido. Contó cabezas de ganado donde antes erguían frondosos arrayanes, robles y nogales. Se fueron los árboles y con ellos también marcharon las aves y su hermoso cantar.

Los labios apretados contenían el pesar y sus piernas comenzaron a temblar. Con dificultad buscó la vieja silla y permaneció allí trayendo a la memoria los años gastados cuidando aquellas tierras. Un rasgo de amargura dibujó su rostro. 

Mientras Jacinto veía su vida pasar, los otros estaban con la cabeza gacha como perro regañado esperando un sermón. El tiempo pasó y nada se escuchó, a Jacinto ya no le quedaban ganas para pelear.

Una densa niebla que bajo del cielo le cerró los ojos y no podía ver más allá de su nariz. Entre el frío y el silencio se acababa el día y su vida se le iba. 

Y cuando todo parecía ya perdido, un último rayo del sol volvió a disipar la oscuridad de su alma, al escuchar el melodioso cantar de un turpial montañero que lo llamaba: 

—Turu-pio, turu-pio,... turu-pio, turu-pio....Turu-pio, turu-pio...

Su cara se iluminó con renacida paz y antes de partir alcanzó a susurrar:

¡Sííí, vueelan... vuelan más alto que las montañas!

© 2019 Liliana Mora León

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