martes, 23 de septiembre de 2014

Cuento sobre el perdón: El preso y las hormigas



Hace pocos años, en un país remoto, un hombre se encontraba retenido en la peor prisión de aquel reino de dictadores. Estar allí era toda una pesadilla, un sueño horripilante que parecía no tener despertar. 

Aunque el hombre era inocente, los guardias lo torturaban frecuentemente buscando información, y después de varias horas de crueles castigos lo arrojaban malherido a la celda.

En aquel lugar muchos morían; algunos por los golpes de los guardias, otros por las riñas entre los presos y muchos de hambre: sólo recibían un pequeño plato de comida horrorosa cada viernes, que devoraban ansiosos como si fuera un manjar digno de reyes.

El hombre fue retenido a la fuerza y su amada familia desconocía su paradero. En ese aislamiento se sentía completamente desilusionado y sin la ayuda de nadie. Al pasar los días, y saber de la muerte de otros presos, perdía toda esperanza de sobrevivir en aquel lúgubre lugar.

Las únicas compañeras permanentes eran unas pequeñas hormigas, las cuales tenían un camino que cruzaba la celda para llegar a la cocina. Al principio, el preso tenía miedo que las hormigas lo mordieran o lo picaran, por ese motivo comenzó a pisarlas fuertemente para acabar con ellas.

Cuando las hormigas se enteraron de la muerte de sus hermanas, más y más hormigas llegaban para defenderse del hombre que quería terminar con ellas. Ese día, varias hormigas alcanzaron a subir por los pies del hombre, y en sus piernas dieron algunos mordiscos y picotazos. Después de varios intentos, saltos, golpes, gritos, volteretas y rabietas el hombre logró librarse de todas las hormigas;  mientras ellas levantaban los restos de sus compañeras y corrían al hormiguero. 

Con el paso de los días, el hombre debilitado por el hambre y sumido en la tristeza, simplemente lloraba, lloraba y lloraba, al ver el desfile de hormigas que vagaban libres de un sitio a otro. Ellas, como siempre, caminaban presurosas cargando algunas cosas mientras escuchaban los lamentos del preso.

Una tarde, el hombre observó que la fila de las hormigas estaba encabezada por una hormiga más grande que las otras, y que parecía ser la líder del grupo. Aquella era una hormiga guerrera, experta en defender al hormiguero.

El hombre miró detenidamente al insecto, y a su vez ella se detuvo frente a él y lo observaba fijamente. Al mismo tiempo, todas las hormigas pararon la marcha. 

Por el tamaño de la hormiga y el gran aguijó que tenía, el hombre sabía que aquella hormiga podía ser muy venenosa. Sintió mucho miedo de aquel grupo y corrió a la ventana intentando una salida, pero era imposible escapar.

En la celda todo era silencio, la hormiga guerrera dio un paso adelante, mientras el hombre comenzaba a sudar y el miedo lo hacía temblar. En un momento la hormiga hizo una venia con la cabeza en señal de saludo al hombre. Él hizo lo mismo, bajando y subiendo la cabeza sin perder de vista a la gran hormiga, temía que en cualquier momento iniciara el ataque.

La hormiga guerrera dio un pequeño chirrido y las demás compañeras fueron caminando de dos en dos, de manera muy ordenada. El humano sintió cerca su final, si todas las hormigas atacaban al tiempo, no tendría oportunidad de escapar, moriría en aquella celda picoteado por los insectos.

Comenzó la marcha, miles de hormigas caminaban en dirección al hombre, él imploraba de rodillas la ayuda a Dios. Miraba con angustia cómo los insectos acortaban la distancia, y cuando llegaron a su lado, cerró sus ojos dándose por vencido. 

Pasaron algunos minutos y no sintió ningún picotazo. Abrió los ojos y para su sorpresa las hormigas no lo atacaron, por el contrario, dejaron en el piso restos de una manzana, pan, verduras y otros alimentos. Eran tantas las hormigas que le traían una parte de comida, que aquél día el hombre cenó mejor que cada viernes y le sobró para el resto de la semana.

Las hormigas no estaban en son de guerra, traían un mensaje de perdón. El hombre aceptó el pacto de paz con las hormigas. Él olvidó las mordeduras que recibió de las pequeñas, y ellas perdonaron  al hombre por todas las hormigas que murieron con sus pisadas. Desde ese día el preso las dejó seguir su camino sin intentar destruirlas. Ellas por su parte, al regresar de la cocina, siempre le dejaban miles de migajas que lo ayudaron a sobrevivir.

Así el hombre y las hormigas aprendieron a perdonar y a compartir la misma celda y la misma comida; él prisionero y ellas en libertad. 

A veces la ayuda llega de quienes menos esperas, y tus enemigos pueden llegar a ser tus mejores amigos –decía el hombre quien recuperó la esperanza y con los años fue liberado de aquel lugar.


©Liliana Mora León