Esta es la historia de un pollo un poco loco que quería ser millonario y cuyo final a muchos logra trasnochar.
A decir de las gallinas aquel pollo era buenmozo, con sus plumas coloridas como un ave real y una cresta roja puntiaguda que lo coronaba cual rey. Caminaba con elegancia, poniendo una pata detrás de la otra y mirando siempre adelante. Muy orgulloso se pavoneaba de aquí para allá y se dejaba admirar.
Aumentando el encanto, su cantar era de un gran tenor. Lo llegaron a llamar: El Pavarotti Emplumado. Tenía tal repertorio, que dejaba a todas las damas con el pico abierto tras escuchar sus canciones.
Pero aquel gallo odiaba madrugar a cantar. Él prefería quedarse en el nido dando vueltas antes que trabajar más horas que el sol. Así fue haciendo fama de holgazán pero a él eso no le daba mucho afán.
Lo que sí le quitaba el sueño era su gran deseo de ser millonario. Aquella obsesión no lo dejaba dormir en paz; pensaba que belleza y fortuna tenían que ir de la mano. Pero quería llegar a ser muy rico sin el sudor de sus plumas o el trinar de su gaznate.
Movido por tal deseo, preguntaba a todos sobre reinos y tesoros, y así escuchó historias como: La Leyenda del Rey Midas, El Pirata Morgan y La Gallina de los Huevos de Oro; cuentos que lo dejaron con ideas raras en la cabeza.
En sus noches de desvelos ya no contaba ovejas sino huevos en todas sus formas: fritos, revueltos, pochados, rancheros, estrellados, picantes, rellenos, frescos, fermentados, rojos, verdes, amarillos, mexicanos, napolitanos, turcos, rusos, chinos…la lista era más larga que todos los países del mundo.
Después de mucho pensar recetas y más recetas, y luego de calcular los habitantes del planeta, llegó a la conclusión que vendería más de 7 millones de millones de huevos cada día. Con tal fortuna sería el pollo más rico de la tierra, mucho más que cualquier rey o pirata.
A decir de las gallinas aquel pollo era buenmozo, con sus plumas coloridas como un ave real y una cresta roja puntiaguda que lo coronaba cual rey. Caminaba con elegancia, poniendo una pata detrás de la otra y mirando siempre adelante. Muy orgulloso se pavoneaba de aquí para allá y se dejaba admirar.
Aumentando el encanto, su cantar era de un gran tenor. Lo llegaron a llamar: El Pavarotti Emplumado. Tenía tal repertorio, que dejaba a todas las damas con el pico abierto tras escuchar sus canciones.
Pero aquel gallo odiaba madrugar a cantar. Él prefería quedarse en el nido dando vueltas antes que trabajar más horas que el sol. Así fue haciendo fama de holgazán pero a él eso no le daba mucho afán.
Lo que sí le quitaba el sueño era su gran deseo de ser millonario. Aquella obsesión no lo dejaba dormir en paz; pensaba que belleza y fortuna tenían que ir de la mano. Pero quería llegar a ser muy rico sin el sudor de sus plumas o el trinar de su gaznate.
Movido por tal deseo, preguntaba a todos sobre reinos y tesoros, y así escuchó historias como: La Leyenda del Rey Midas, El Pirata Morgan y La Gallina de los Huevos de Oro; cuentos que lo dejaron con ideas raras en la cabeza.
En sus noches de desvelos ya no contaba ovejas sino huevos en todas sus formas: fritos, revueltos, pochados, rancheros, estrellados, picantes, rellenos, frescos, fermentados, rojos, verdes, amarillos, mexicanos, napolitanos, turcos, rusos, chinos…la lista era más larga que todos los países del mundo.
Después de mucho pensar recetas y más recetas, y luego de calcular los habitantes del planeta, llegó a la conclusión que vendería más de 7 millones de millones de huevos cada día. Con tal fortuna sería el pollo más rico de la tierra, mucho más que cualquier rey o pirata.
Convencido de su plan, se dio a la tarea de producir huevos. Quería tener los más grandes, unos jamás vistos y que la gente pagaría a precio de oro.
Al escuchar sus ideas, todos en el gallinero le decían que los gallos no ponen huevos; pero él estaba convencido que convertirse en gallina sería tarea fácil.
Comprometido con su meta era el primero en llegar al desayuno y devoraba todo el maíz que encontraba, hasta que no le cabía ni un grano más en el buche.
Con el pasar de los días y los meses entendió que su plan no estaba funcionando; ningún huevo, ni grande ni chiquito, llegó a salir. Sólo ganó una gran panza de tanto comer y así fue perdiendo su esbelta figura.
Pero una batalla perdida no era el fin de la guerra. Así que ideó un nuevo plan para hacerse rico sin trabajar y repetía una frase que escuchó por allí: “Piense y Hágase Rico”
Así lo hizo, pensar era sencillo. Encontró un nido, acomodó su rabadilla y pasaba allí desde el amanecer hasta el atardecer, con los ojos cerrados imaginando huevos y dinero. Al verlo así, muchos pensaron que el gallo se había vuelto loco.
Aquel esfuerzo del pollo parecía en vano y de tanto estar sentado le dolía la puntica del rabo. Hasta que un día comenzó a sentir un fuerte retorcijón en las tripas. Cacareó y cacareó varias veces de dolor y sintió que por fin algo salió de él.
Orgulloso se levantó feliz, abrió los ojos, agachó su cabeza y miró entre sus patas esperando observar un gran huevo. Asqueado quedó cuando miró un líquido viscoso, verduzco y maloliente, que le escurría desde su cola hasta la punta de sus dedos y más allá.
Un día después, estudiando a las gallinas descubrió que cacareaban de manera distinta antes de poner un huevo. Y concluyó que aquello podía ser un conjuro mágico para crear huevos de la nada.
Paró oído, aprendió sílaba por sílaba, repitió una y otra vez, y tras horas de ensayo pasó del agudo y potente Kikirikííí de tenor emplumado, a un grave y quejoso cro cro croooo de gallina clueca.
Con tan mala fortuna que aquel conjuro tampoco funcionó, y de su barriga mágica ningún huevo salió. Pero eso sí, de tanto imitar a las gallinas, se puso ronco y daba pena escucharlo cantar como un gallo con gripa.
Ahora estaba casi mudo, al irse su voz marcharon con ella sus viejas fanáticas. Dolido del rechazo de aquellas pollas, que en otra época escurrían las babas por él, decidió que si no podía poner huevos como una gallina bien podría robárselos.
Poco a poco fue perdiendo la cordura y ganando la locura. Y así cual bandido, pensó en su modus operandi. Comenzó con las gallinas más nobles y despistadas, y después que la pobre abandonaba el nido, con el huevo aún caliente, lo robaba y escondía en su caleta.
Luego, envalentonado fue más atrevido, y no esperaba que la gallina se marchara, sino a pico armado las amenazaba para que le entregaran sus huevos, y así lo hacía de nuevo.
Después de un tiempo, cuando logró juntar un buen botín, decidió que lo vendería en el mercado negro. Esa noche, se armó tal alboroto en el gallinero que el gallo pensó que lo lincharían.
Pero no fue así; el ladronzuelo era otro, un viejo zorro que daba vueltas alrededor del gallinero lambiéndose la trompa. Tenía tan llena la barriga que, tras sonreír, se marchó muy tranquilo.
A la mañana siguiente, el gallo salió presuroso y tamaña sorpresa lo esperaba en su escondite: cáscaras rotas y huevos revueltos por todos lados. Al ver que no quedaba ni uno bueno el fortachón lloró un montón.
Tras varios días retomando fuerzas volvió a robar. Esta vez fue por un botín mayor; observó a una gallina que se alejaba, la siguió sigiloso y pudo comprobar que tenía un nido con muchos…muchos huevos.
El corazón se le aceleró al pensar que por ellos pagarían gran dinero. Por fin su suerte había cambiado de la noche a la mañana.
Esperó con paciencia a que doña gallina saliera a beber agua y cuando la vio lejana, se apresuró a saquear aquel nido. Todo marchaba de maravilla, pero cuando estaba en el hurto uno de los huevos comenzó a romperse y de él se asomaba la cabeza de un pollito que comenzó a piar desesperado: pio pio pio pio pio….
Al escuchar el llamado angustioso que no paraba, mamá gallina corrió como gacela. Embravecida llegó al nido, y nadie sabe a ciencia cierta qué pasó en ese lugar, pero aquel ladrón salió con el orgullo mal herido y sin ganas de volver a robar.
El siguiente amanecer, mucho antes que brillara el sol, comenzó el canto lloroso de un gallo que nunca calla, y que sólo pueden escuchar...¡Los locos que quieren ser ricos sin trabajar!
Liliana Mora León © 2020