lunes, 25 de mayo de 2015

Cuento de amor a la tierra: Ruperto en cohete a Marte

El loro Ruperto quiere un mejor planeta, ya está cansado de vivir en la Tierra. Detesta los días lluviosos, y en su selva amazónica llueve todo el año. Cada vez que se moja sus hermosas plumas, él se pone más verde del mal humor.

Otras veces allí hace mucho sol. Cuando el calor llega lo atrapa la pereza y le es imposible comenzar a volar, tan sólo se le antoja cerrar sus alas e ir a dormir. Pero al medio día cuando hace la siesta, el ruido no lo deja seguir. En la selva: los micos chillan, las ranas croan, los insectos zumban, los árboles silban, el tigre ruge sin parar… ¡Todos hacen mucha bullaaa!

A veces, logra cerrar los ojos por unos minutos, hasta que escucha a las motosierras encendidas. Son los hombres, que están talando las casas de sus vecinos. ¡Ese ruido lo vuelve loco! Teme que algún día talen también su árbol, y él caiga al piso enredado en las ramas. Siente miedo de tener una muerte tan fea para un loro bien parecido como él.

Ruperto sueña con vivir en otro planeta, uno sin tantos habitantes ruidosos y molestos. Le han dicho los expertos que existe un planeta cercano a la Tierra, donde no llueve y no hace tanto calor. Además, parece que es un sitio bastante apacible y sin mucho ruido. Ruperto cree que allí, en Marte, será muy feliz.

Aunque ya es un loro viejo, le gustan mucho los viajes. Con prisa sacó su pañuelo rojo de pirata y lo ató en su cabeza. Luego, alistó su cohete y lo mandó al taller donde le ajustaron las tuercas. Antes de partir llenó los tanques de combustible, acomodó su maleta y encendió los motores. Al poco tiempo, despegó con un enorme estruendo, cruzó el cielo como una cometa y en contados minutos estaba… ¡Volando fuera del planeta!

Al salir al espacio, sintió cierta nostalgia cuando dejaba la Tierra atrás, no sabía si algún día volvería a visitarla. Al mirar desde afuera entendió porque era el planeta azul: tenía mucha agua en diversos mares y ríos. Pero Ruperto estaba seguro que el rojo de Marte sería mejor.

Después de un tiempo de vuelo, el loro no escuchaba ningún ruido. ¡Era el silencio total! Tan sólo oía levemente los latidos de su corazón y el motor de su cohete. ¡Estaba contento, muy contento! Deseaba darse cuanto antes una buena siesta. Pero Ruperto no pudo ir a dormir, sin copiloto tenía que conducir todo el tiempo su cohete.

Al principio de la travesía disfrutó tener tanta paz, pero con el paso de unos días y luego otros, se cansó de ver siempre lo mismo por la ventana: un oscuro vacío silencioso. Quería llegar pronto a Marte, de seguro allí encontraría más diversión.

Cumplía casi mil días de travesía, y cuando estaba a un pelín de morir de aburrimiento, por fin divisó Marte. Al acercarse al planeta vio que era de color rojo, pero no uno vibrante y alegre como el de las plumas de las guacamayas. ¡Claro que no! Era un horrible color óxido, apagado y sin gracia. Sin duda, prefería el azul de la Tierra o el verde brillante de su Amazonía.

Al aterrizar ya era de noche y Ruperto no sentía calor. Hacía tanto frío que le dolían los dedos de las patas y el pico amarillo se la puso morado. A pesar de no tener ningún ruido alrededor no pudo dormir ¡Se estaba congelando! Ese día, por primera vez, añoró el calor de su selva tropical.




A la mañana siguiente, cuando salió un diminuto sol  en el horizonte, observó que a su alrededor no había nada, nada de nada. ¡Marte era un enorme desierto! Miró por todos lados y no encontró árboles para trepar o tomar alimentos, comprendió que si se quedaba moriría de hambre.

Buscó desesperado otros habitantes para conversar y no halló a nadie: ni iguanas, ni micos, ni ranas, ni siquiera un mosquito. Ruperto estaba completamente solo en ese planeta. 

En algo los expertos tenían razón: en Marte no llovía. ¡Ya no se le mojaban las hermosas plumas!... En cambio, un molesto polvo amarillento volaba todo el tiempo por el aire. Aquella arena diminuta, se le metía por todos lados: en los ojos, las orejas, en el pico y en las plumas.

Polvoroso, deseaba darse un buen baño hasta recuperar su encanto. Al intentar volar flotaba como un globo, le costó mucho trabajo aprender a controlar sus alas. Tras varios intentos, logró recorrer algunos kilómetros y no encontró una gota de agua… ¡En Marte no habían ríos, lagunas, ni mares!

Al ver aquel desierto desolado: ¡Ruperto chilló desconsolado! ¡Marte no era como él soñaba! Cuando secó sus lágrimas, que con el polvo corrían como lodo, recordó un paisaje muy parecido y sintió un enorme escalofrío por todo su cuerpo: ¡Ya había visto ese paisaje!... Así quedaba su selva cada vez que el hombre terminaba de explotar la montaña, talar los árboles y secar los ríos.

Cansado, triste y asustado por el destino de su selva, Ruperto subió a su Cohete y voló de regreso a casa. El viaje fue más corto de lo que pensaba, ya conocía de memoria el camino de las estrellas.
Tan pronto aterrizó, tomó un buen baño en el río, hasta que volvió a ver el lindo verde de sus alas. Luego, con un hambre de elefante, hizo una buena comilona de hojas, semillas y frutas. Con la barriga llena estaba feliz y quería ir a dormir. Pero antes, no se aguantó las ganas de contarles a sus  vecinos como era Marte. Impactado por lo visto en aquel planeta a todos les decía: ¡Debes cuidar la Amazonía!



Tras su llegada, Ruperto se siente feliz cuando la lluvia moja sus alas, sigue con su mal genio peleando por el ruido que hacen sus vecinos, pero ahora está convencido que la Tierra es el mejor planeta para vivir.

Aunque dicen que: “loro viejo no aprende a hablar”, Ruperto está aprendiendo el lenguaje de los humanos. Quiere algún día, él mismo contarles sobre su viaje a Marte. Desde lejos se le escucha repetir, una y otra vez, palabras en español y portugués: “muchas gracias”,”muito obrigado”.

 2015 Liliana Mora León

Imágenes Pixabay