Hace un tiempo, en una vieja granja del oeste, vivía
Kiko; un gallo joven que no sabía cantar y mucho menos pelear. Era el pollo más
temeroso que existió en aquel lugar, y para el dueño de casa, un gallo tan
vergonzoso como ese, sólo podía tener un pronto final en el fogón.
El miedo de Kiko comenzó una mañana cuando tomaba su
desayuno, un gallo más grande y fuerte
que él, se lanzó inesperadamente y le dio picotazos y golpes
con sus grandes alas mientras le robaba su comida. Luego de la golpiza, lo
amenazó: —Si le dices algo a tu mamá…la próxima vez te irá peor.
Con mucho valor y venciendo el miedo a lo que pudiera
pasar, le contó a su mamá. Para su sorpresa, ella le respondió: —Ya estás
grande, tienes que resolver solito tus problemas—. Kiko se sintió triste al
escucharla, estaba seguro que de ahora en adelante no tendría la
ayuda de doña gallina.
Otra tarde, recibió una paliza peor que la primera.
Kiko quedó mal herido, con las plumas rotas y una pata coja. Pero se armó
de más valor y decidió contarle esta vez a su papá, esperando que él lo
defendiera. Su padre, un famoso gallo de pelea bastante enojón, después de
escucharlo, de mal genio le contestó:
Las palabras de papá gallo no lo dejaron nada
aliviado, parecía que pelear era bueno para los demás, pero Kiko odiaba entrar
a picotazos con otros gallos: ¡Él adoraba vivir en paz! Ese día decidió que
era mejor callar y aguantar los golpes de los gallos granujas y grandulones.
La hora preferida para los ataques al pequeño, era la
hora de la comida, y a punta de golpes lograban quitarle todo los granos de
maíz que kiko quería llevar a su pico. El joven gallo estaba cada vez más
flaco, daba pena verle los meros hueso cubiertos de plumas.
Su peor momento de terror, fue una noche de
noviembre, cuando entró un astuto zorro al gallinero y lo agarró entre sus
dientes. El animal cazador al sentirlo tan flaco y huesudo, prefirió soltarlo y
agarrar una gallina más gordita y más sabrosa.
Pero Kiko, aturdido por lo ocurrido, quedó paralizado del miedo, estaba completamente
mudo y desde esa noche no volvió a decir ni pio.
Todos se burlaban de él; ¡El gallo que no peleaba y no
cantaba al amanecer! Pero una mañana todo cambió para Kiko. Cuando sin
esperarlo, alguien lo defendió de los demás gallos que a picotazos le robaban
su alimento. Miró a su defensor y encontró a un pequeño niño: Manuel, el hijo menor del dueño de la granja.
—Chite…corre…vete de aquí, aléjate, déjalo en paz —les
gritaba el niño a los otros gallos y gallinas, mientras los perseguía con un
palo y todos revoloteaban por ahí.
Por primera vez, Kiko pudo comer en paz y llevarse
varios granos de maíz al buche…Con la barriga llena, se sentía más feliz, y con
una enorme energía para correr hasta el atardecer.
Ese fue el primer día del resto de la vida de Kiko, sintió
que alguien lo defendía en sus peores momentos. Sorprendido, se hizo más fuerte
aquella mañana, ya no estaba solo en el mundo como él pensaba…Eso lo llenó de
valor.
A la mañana siguiente, después del salir el sol,
de nuevo estaba Manuel en las puertas
del gallinero. Aún en pijama y con la cara somnolienta, vigilaba que ningún gallo
le quitara su comida a Kiko. Pero al intentar acercarse al gallito, éste,
pensado que también lo golpearía salió huyendo y se escondió entre la paja…
El niño se puso a la tarea de aproximarse al animal.
Cada día se ubicaba un paso más cerca del pollo. Hasta que un martes, cuando el
gallito comía desprevenido, le tocó suavemente la cabeza. Era la primera vez
que el Kiko sentía la ternura de una caricia…y de alguna manera quería estar
allí cerrando sus ojos, y sintiendo aquel calorcito.
Días después, Kiko se sorprendió esperando a
Manuel, quien nuevamente se le acercó y le tocó su cresta, y mientras le
acariciaba sus plumas, le dijo unas palabras que el pollo nunca más olvidó:
¡Eres un lindo gallito! ¡Eres un gallito muy bueno!
Sí, Kiko escuchó cosas bonitas
sobre él. Y eso lo hizo sentir muy bien. Algo cambió aquel día: se paró más
derechito, extendió su largo pescuezo y levantó la cabeza, ya no caminaba
mirando el piso, daba pasos más firmes, y parecía más grande y fuerte…¡Sentía
que él también era especial!
La amistad entre Manuel y Kiko fue creciendo poco a
poco. Hasta que llegaron a ser casi inseparables. Kiko caminaba detrás del
pequeño y lo acompañaba a todas partes. Y aunque los demás gallos se burlaban y
lo llamaban “perrito faldero”, a él no le importaba, tenía un buen amigo,
alguien que lo amaba.
Para el dueño de casa, un gallo que no cantaba merecía
un pronto final. Así que, una mañana de domingo llegó a sacarlo del
gallinero, para preparar con él un delicioso almuerzo. Detrás corría Manuel, que con llanto le decía a su papá:
—¡Déjalo, ese es mi gallo! —luego le gritaba—, No
pueden comerse mi pollo! ¡Él es mi amigooo...!
Después de mucho llanto, el niño logró convencer a su
padre de soltar a Kiko. Y aunque lo dejó libre, le puso una condición, que
pensó nunca lograría cumplir:
—Si quieres que este gallo viva, tiene que aprender
a pelear y a cantar —luego agregó con voz
decidida—, tienes siete días, ni uno más, ni uno menos.
Después, de lo dicho por su padre, Manuel se dio a la
tarea de enseñar al gallo. Sin pensarlo y sin experiencia, se convirtió en profesor. Pero, por más que lo intentaba, no lograba que
Kiko fuera un gallo de pelea.
Se le ocurrió llevar a Kiko a una granja
vecina, para que aprendiera de otros gallos. Al intentarlo, dos feroces perros
lo persiguieron enojados hasta la cerca. Mientras Kiko, ante el miedo de ser
mordido por aquellos canes, temblaba como una gelatina y entonaba un leve Ko..Ko..Ko…
—Por lo menos...¡Hoy dijo algo! —pensó Manuel mientras
Kiko todavía tembloroso y negro del miedo, sentía que algo se destrababa en su
garganta.
El viernes muy temprano, Manuel tomó el gallo con una
mano, y con la otra trepó con dificultad a un árbol, un roble cercano.
Cuando estaba en una rama alta, lanzó el gallo al aire, pensando que ante el
miedo, reaccionaría igual que lo hizo ante los perros. Pero Kiko solo repetía Ko..Ko…Ko…. Al llegar
al piso, aún vivo y con las plumas alborotadas, salió corriendo de allí,
pensando que Manuel se había vuelto loco y quería matarlo con tremendo susto.
Llegó el sábado. Manuel sabía que sería el último
día con su amado gallo. Sin lograr ningún canto ni pelea, el domingo moriría
sin remedio.Al principio Kiko, no quería acercarse, pero al poco
tiempo, volvió a recordar que él era su amigo.
Manuel, lo tomó entre sus brazos, lo acarició y le
pidió perdón por lanzarlo desde el árbol. Luego, llegó la diversión: jugaron,
saltaron, corrieron, comieron y bebieron, hicieron una larga siesta entre
el pajar y fueron felices como nunca.
Al atardecer, antes que Kiko volviera al gallinero,
Manuel se despidió de su plumado amigo:
—¡Fue un hermoso día! —y luego con un gran abrazo y lágrimas en los ojos le dijo
con voz entrecortada—¡Te extrañaré toda la vida, eres el mejor amigo que he
tenido!
Kiko no entendía muy bien lo que pasaba y permaneció
breves minutos entre los brazos del niño antes de entrar al gallinero.
Fue una noche larga para el niño, daba vueltas y vueltas en su
cama, con los ojos abiertos, escuchando los diferentes ruidos del campo. Los
perros aullaban de vez en cuando, los grillos entonaban su trinar sin descanso,
y la lechuza sonaba en el viejo eucalipto...¡El único que no hacía ruido era Kiko!
Poco antes que saliera el sol, los gallos lejanos
comenzaron a cantar. Manuel saltó de la cama y corrió al gallinero, convencido
de poder detener a su papá; quien al punto de las seis de la mañana estaba en
las puertas del lugar, listo y preparado para llevarse a Kiko.
El pequeño niño, se aferró fuertemente a la camisa de
su papá y tirado en el piso evitaba que
su padre avanzara fácilmente…Kiko lo observaba todo desde adentro.
El padre de Manuel, bastante enojado, daba gritos al
pequeño y con una mano tomó la correa de sus pantalones y le dio un gran latigazo en
la cola. El niño lloró muy fuerte por el dolor, y entre lágrimas
y sollozos pedía: ¡Canta Kiko!¡Canta Kiko!¡Canta…por favor!
¡Pero Kiko no cantó! En ese momento, el gallito se lanzó contra el padre de Manuel
y le daba picotazos…parecía el gallo más bravo de pelea de toda la región…luchó
y luchó hasta que logró que el hombre soltara al niño…Todos los animales se
quedaron admirados al ver el valor de aquel gallito.
Una vez liberado Manuel de su rabioso padre, Kiko
subió al lugar más alto del gallinero: extendió su cuello, respiró profundo,
abrió su picó y cantó una vez y después otra: Quiquiriquí… Quiquiriquí… Quiquiriquí…¡Entonó
su canto tan fuerte que se escuchó hasta el pueblo más lejano!
Manuel, a pesar del fuerte dolor, estaba feliz y sonrió al escuchar a su amigo cantar…¡Lo habían logrado!. Kiko se salvó de terminar cocinado en el fogón.
Desde ese día ningún animal de la granja volvió a
maltratar a Kiko. ¿Quién querría meterse con el gallo que venció al hombre?. Tampoco el padre de Manuel volvió a golpear al niño, cada vez que lo intentaba, estaba allí su más fiel defensor.
La familia del gallito estaba muy feliz. Su padre, el famoso gallo de pelea, sacaba el pecho orgulloso de tener un hijo tan valiente. Quería que Kiko participara en peleas, llegara a ser un gran campeón y ganara trofeos y medallas. Pero su hijo, nunca más volvió a pelear...
La familia del gallito estaba muy feliz. Su padre, el famoso gallo de pelea, sacaba el pecho orgulloso de tener un hijo tan valiente. Quería que Kiko participara en peleas, llegara a ser un gran campeón y ganara trofeos y medallas. Pero su hijo, nunca más volvió a pelear...
Desde que descubrió su voz, lo que Kiko amaba era cantar. En cada amanecer, desde el gallinero, despertaba con melodioso canto a todos en la granja y también a sus vecinos.
—¡El amor hace cantar a cualquiera! —
pensaba Manuel, cuando desde su cama escuchaba a su amigo.
Kiko, fue el único gallo que en la granja murió de
viejo. Manuel lo despidió con lágrimas y flores, y lo enterró bajo el viejo
roble, aquel desde el cual lo lanzó un día al aire. Para recordar su tumba, en
una pequeña tabla de madera, le escribió con un lápiz negro de la escuela:
“Kiko, mi más valiente amigo, al que nunca le gustaron las peleas”.
Liliana Mora León