El loro
Ruperto quiere un mejor planeta, ya está cansado de vivir en la Tierra. Detesta
los días lluviosos, y en su selva amazónica llueve todo el año. Cada vez que se
moja sus hermosas plumas, él se pone más verde del mal humor.
Otras veces
allí hace mucho sol. Cuando el calor llega lo atrapa la pereza y le es
imposible comenzar a volar, tan sólo se le antoja cerrar sus alas e ir a dormir. Pero al medio
día cuando hace la siesta, el ruido no lo deja seguir. En la selva: los micos
chillan, las ranas croan, los insectos zumban, los árboles silban, el tigre
ruge sin parar… ¡Todos hacen mucha bullaaa!
A veces, logra
cerrar los ojos por unos minutos, hasta que escucha a las motosierras
encendidas. Son los hombres, que están talando las casas de sus vecinos. ¡Ese
ruido lo vuelve loco! Teme que algún día talen también su árbol, y él caiga al
piso enredado en las ramas. Siente miedo de tener una muerte tan fea para un
loro bien parecido como él.
Ruperto
sueña con vivir en otro planeta, uno sin tantos habitantes ruidosos y molestos.
Le han dicho los expertos que existe un planeta cercano a la Tierra, donde no
llueve y no hace tanto calor. Además, parece que es un sitio bastante apacible y
sin mucho ruido. Ruperto cree que allí, en Marte, será muy feliz.
Aunque ya es
un loro viejo, le gustan mucho los viajes. Con prisa sacó su pañuelo rojo de
pirata y lo ató en su cabeza. Luego, alistó su cohete y lo mandó al taller
donde le ajustaron las tuercas. Antes de partir llenó los tanques de
combustible, acomodó su maleta y encendió los motores. Al poco tiempo, despegó
con un enorme estruendo, cruzó el cielo como una cometa y en contados minutos
estaba… ¡Volando fuera del planeta!
Al salir al
espacio, sintió cierta nostalgia cuando dejaba la Tierra atrás, no sabía si
algún día volvería a visitarla. Al mirar desde afuera entendió porque era el
planeta azul: tenía mucha agua en diversos mares y ríos. Pero Ruperto estaba
seguro que el rojo de Marte sería mejor.
Después de
un tiempo de vuelo, el loro no escuchaba ningún ruido. ¡Era el silencio total!
Tan sólo oía levemente los latidos de su corazón y el motor de su cohete. ¡Estaba
contento, muy contento! Deseaba darse cuanto antes una buena siesta. Pero
Ruperto no pudo ir a dormir, sin copiloto tenía que conducir todo el tiempo su
cohete.
Al principio
de la travesía disfrutó tener tanta paz, pero con el paso de unos días y luego
otros, se cansó de ver siempre lo mismo por la ventana: un oscuro vacío
silencioso. Quería llegar pronto a Marte, de seguro allí encontraría más
diversión.
Cumplía casi
mil días de travesía, y cuando estaba a un pelín de morir de aburrimiento, por
fin divisó Marte. Al acercarse al planeta vio que era de color rojo, pero no
uno vibrante y alegre como el de las plumas de las guacamayas. ¡Claro que no!
Era un horrible color óxido, apagado y sin gracia. Sin duda, prefería el azul de
la Tierra o el verde brillante de su Amazonía.
Al aterrizar
ya era de noche y Ruperto no sentía calor. Hacía tanto frío que le
dolían los dedos de las patas y el pico amarillo se la puso morado. A
pesar de no tener ningún ruido alrededor no pudo dormir ¡Se estaba congelando! Ese
día, por primera vez, añoró el calor de su selva tropical.
A la mañana
siguiente, cuando salió un diminuto sol en el horizonte, observó que a su
alrededor no había nada, nada de nada. ¡Marte era un enorme desierto! Miró
por todos lados y no encontró árboles para trepar o tomar alimentos, comprendió
que si se quedaba moriría de hambre.
Buscó
desesperado otros habitantes para conversar y no halló a nadie: ni iguanas, ni
micos, ni ranas, ni siquiera un mosquito. Ruperto estaba completamente solo en ese
planeta.
En algo los
expertos tenían razón: en Marte no llovía. ¡Ya no se le mojaban las hermosas
plumas!... En cambio, un molesto polvo amarillento volaba todo el tiempo por el
aire. Aquella arena diminuta, se le metía por todos lados: en los ojos, las
orejas, en el pico y en las plumas.
Polvoroso,
deseaba darse un buen baño hasta recuperar su encanto. Al intentar volar flotaba
como un globo, le costó mucho trabajo aprender a controlar sus alas. Tras varios intentos,
logró recorrer algunos kilómetros y no encontró una gota de agua… ¡En Marte no
habían ríos, lagunas, ni mares!
Al ver aquel
desierto desolado: ¡Ruperto chilló desconsolado! ¡Marte no era como él soñaba! Cuando
secó sus lágrimas, que con el polvo corrían como lodo, recordó un paisaje muy
parecido y sintió un enorme escalofrío por todo su cuerpo: ¡Ya había visto ese paisaje!... Así
quedaba su selva cada vez que el hombre terminaba de explotar la montaña, talar
los árboles y secar los ríos.
Cansado, triste y asustado por el destino de su
selva, Ruperto subió a su Cohete y voló de regreso a casa. El viaje fue más
corto de lo que pensaba, ya conocía de memoria el camino de las estrellas.
Tan pronto aterrizó, tomó un buen baño en el río,
hasta que volvió a ver el lindo verde de sus alas. Luego, con un hambre de
elefante, hizo una buena comilona de hojas, semillas y frutas. Con la barriga
llena estaba feliz y quería ir a dormir. Pero antes, no se aguantó las ganas de
contarles a sus vecinos como era Marte. Impactado por lo visto en
aquel planeta a todos les decía: ¡Debes cuidar la Amazonía!
Tras su
llegada, Ruperto se siente feliz cuando la lluvia moja sus alas, sigue con su
mal genio peleando por el ruido que hacen sus vecinos, pero ahora está
convencido que la Tierra es el mejor planeta para vivir.
Aunque dicen
que: “loro viejo no aprende a hablar”, Ruperto está aprendiendo el lenguaje de
los humanos. Quiere algún día, él mismo contarles sobre su viaje a Marte. Desde
lejos se le escucha repetir, una y otra vez, palabras en español y portugués: “muchas gracias”,”muito obrigado”.
2015 Liliana Mora León
Imágenes Pixabay
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