Juan tenía una familia muy numerosa, que vivía en una casa bastante pequeña. Entre tanta gente y tan poco espacio, era frecuente que los niños discutieran por la pérdida de algún juguete, o pelearan por la invasión de los pequeños “espacios propios”.
A pesar de las peleas, casi todos se reconciliaban a los pocos minutos y volvían a jugar como antes. Juan era la excepción; había decidido no volver a jugar con cada uno de sus hermanos y hermanas que de alguna manera lo molestaran.
Cualquier razón era buena para pelear: tomar un juguete suyo, ponerle un apodo, reírse de él o algo que no le gustara.
Juan, lo decidió y así lo hizo, era un chico muy testarudo. Al principio, peleó con los más traviesos de la casa, pero después, poco a poco fue encontrando motivos para romper las relaciones con los demás. Día a día estaba más solo, y pasaba largo rato escondido en su pequeño espacio: un tubo de cemento en el jardín.
Al ver lo que estaba pasando, el padre de Juan fue a hablar con él en su escondite, y le preguntó:
—¿Por qué peleaste con todos tus hermanos?
—¡Son un fastidio! —respondió Juan con una gran mueca y mal humor—.¡Viven todo el tiempo molestándome!
—Pero esa no es una razón para seguir disgustado y aislado de todos —le explicó el padre.
—Es mejor así, aquí nadie me molesta —aclaró el niño con gran orgullo.
—Sí, tienes razón, viviendo solo y encerrado, no tienes quien te ofenda —confirmó el padre—. Pero también, alejas toda la alegría que puedes tener jugando con tus hermanos.
—Pero me cuesta mucho olvidar lo que me hicieron y volver a jugar con ellos —responde el niño.
—Hijo, en la vida todo se aprende—dijo el padre mientras con amor lo sacaba de su escondite y lo abrazaba dándole confianza—. Y aquí en nuestra familia, con tantos hermanos y hermanas, tendrás muchas oportunidades para aprender a perdonar. ¿Crees que puedes hacerlo?
—Sí, papá —exclamó Juan—. Pero...¡No sé cómo!
—Hijo, antes acumulabas las ofensas de tus hermanos —explica el padre—. Qué te parece si ahora haces todo lo contrario y te dedicas a guardar en tu memoria los lindos detalles que ellos tienen contigo. Verás que siempre tienes razones para darles las gracias.
—Está bien, papá —respondió Juan—. Además, me aburro mucho estando tan solo.
Desde ese día, Juan apreciaba cada cosa buena que sus hermanos hacían por él; desde enseñarle a jugar fútbol, explicarle como pasar un nivel de un videojuego, ayudarle con alguna tarea o simplemente llevarle la comida a la mesa.
Ahora Juan está mucho más feliz y se alegraba de tener una familia tan numerosa.
© 2014 Liliana Mora León
Bonita moraleja, y sobre todo me gusto mucho como el padre aborda a su hijo le llega al corazón sin necesidad de regañarlo
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