En la granja, los pollitos se preguntaban si mamá gallina los quería tanto como antes. Parecía que en los últimos días, ella ya no los amaba igual. Había decidido que ninguno de sus hijos volvería a dormir bajo sus alas.
Aunque, los pollitos ya estaban bastante crecidos, adoraban dormir bajo el calor de mamá. Pero ella, siendo una gallina con mucho conocimiento, sabía
que había llegado el tiempo para que durmieran cada uno en su propia cama.
Desde que salía el sol hasta que se escondía, mamá gallina
trabajaba en el jardín. En las primeras horas del día, ella escarbaba la tierra
con su pico, buscaba allí y allá, y conseguía gusanos y lombrices para sus
pollitos. Una vez alimentados y felices, ella continuaba su labor.
Mamá gallina era la más trabajadora de toda la granja, no tomaba ningún descanso, ni se daba una siesta, como sí lo hacían: la vaca, la oveja, el cerdo
y otros más. Ella nunca paraba, exploraba todos los prados seleccionando la paja
más fina para construir una cama para cada hijo.
Pero, al intentar entrar la paja al gallinero, se dio cuenta
que otras gallinas y el gallo Quiquiriquí, no querían más habitantes en ese
lugar. Ella estaba muy enojada, sabía que sus pollitos serían cazados
por algún zorro o perro salvaje si dormían afuera.
Entonces, encaró a las gallinas y a don gallo
que se abalanzaron contra sus pollitos. Con fuertes picotazos los defendía
a todos. Era tal el amor por sus hijos, que sacó fuerzas profundas y logró elevarse
del suelo más de un metro. Como un pájaro grande, volaba con sus alas abiertas, así alejó a las otras gallinas de sus pollitos. Al verla parecía tener el valor de un águila…un
águila con cresta.
Se armó tal alboroto, que todos los animales se enteraron de la pelea. En la historia de la granja, nadie había visto a una gallina tan valiente, defendiendo el derecho de sus polluelos a tener un lugar en el gallinero. La vaca la admiró como al toro más fuerte, y la oveja le temió como al lobo más feroz.
Poco a poco, uno a uno, los que se oponían fueron cediendo. El último en rendirse fue el gallo, quien al final dio un Quiquiriquí y voló de allí. Después de una larga lucha, mamá gallina pudo ingresar con cada uno de sus pollitos. ¡Había ganado esa batalla!
Poco a poco, uno a uno, los que se oponían fueron cediendo. El último en rendirse fue el gallo, quien al final dio un Quiquiriquí y voló de allí. Después de una larga lucha, mamá gallina pudo ingresar con cada uno de sus pollitos. ¡Había ganado esa batalla!
Al terminar la gran pelea, mamá gallina aunque cansada y algo malherida, construyó con mucho amor las camas para sus hijos. Consiguió la paja más delicada y la organizó
hasta lograr un suave colchón.
Así, en la primera noche en el gallinero, cada uno de los pollitos eligió su cama
preferida. Luego, ella los acomodó, les dio un pico de buenas noches, y permaneció en la oscuridad protegiendo a sus chiquillos.
Al avanzar la madrugada, mamá gallina observó que sus pollitos
tiritaban de frío. No tenían mantas ni cobijas que utilizar, y las plumas de los
pequeños aún eran chicas y delgadas para protegerlos de la baja temperatura.
Tampoco podían dormir bajo sus alas, habían crecido mucho y algunos quedarían
fuera.
Mamá gallina lo pensó un poco, y halló una solución. Trabajó
con mucho cuidado, y sudó de dolor hasta que terminó la tarea. Al poco tiempo,
los pollitos dejaron de temblar y pudieron dormir tranquilos.
En el amanecer, cuando el gallo inició su canto, y el sol
comenzó a brillar, uno a uno fueron despertando los pollitos. ¡Todos quedaron asombrados
al descubrir que una manta hecha de suaves plumas los protegía!
Ninguno sabía de dónde había aparecido una cobija tan calientita. Pero, al buscar a mamá
gallina la encontraron…¡Sin plumas tiritando en un rincón!
Los pollitos no salían de la sorpresa, y ya no dudaron del amor de mamá. Sentían que...¡Mamá
gallina era la mejor del mundo!
Ese día, todos en la granja comprendieron que: ¡El amor de mamá gallina no tenía límites!
© 2015 Liliana Mora León