Una mañana de domingo en la granja, doña Oveja presenció la pelea entre don Conejo y doña Coneja y los escuchó
alegar así:
— Está claro que tú ya no me quieres
—dijo el conejo—. Ahora cuidas más a las flores del jardín que a mí.
— Pues tú, sólo quieres estar con
tus amigotes —respondió ella muy enojada—. A casa sólo llegas en la noche a
comer, mientras yo permanezco sola todo el día haciendo los oficios.
— Prefiero estar con ellos que
discutiendo contigo —refunfuñó el conejo—. Además, tú todo el tiempo tratas de
controlarme: ¡Me prohibiste hasta comer zanahorias!
— Agradece que me preocupo por tu
salud —respondió ella con rabia—. Mírate: ¡Estás barrigón por ser tan glotón!
— Tú no te quedas atrás: ¡Tienes más arrugas que un acordeón! —respondió él
en venganza—. ¡Ya no eres la conejita graciosa con la que me casé!
— ¡Viejo gruñón¡
¡Eres un desagradecido! —gritó ella con enojo—. Algún día te abandonaré y
sabrás lo que valgo.
— ¡Vieja cansona! ¡Eres una
amargada! —exclamó furioso—. Con gusto el que se marcha ya… soy yo.
De inmediato torcieron la boca,
fruncieron el ceño, se dieron la espalda y salieron dando saltos en direcciones
opuestas. Ella fue a contarles a sus vecinas lo sucedido, él a distraerse
jugando con sus amigos.
Esa noche al volver a casa
evitaron las miradas y el silencio reinó. Al ir a la cama por más que lo
intentaron no pudieron dormir tranquilos: ¡El enojo les había robado el sueño!
Y aunque contaron una, dos, tres… y hasta mil ovejas, no lograron cerrar los
ojos.
Tras varios días sin conciliar el
sueño doña Coneja, visiblemente cansada, le pidió a doña Oveja el mejor consejo
para dormir. La pacífica y dulce oveja, conocedora de la pelea y de la causa de
las noches de insomnio, le respondió rápidamente y sin dudar:
— ¡Pídele perdón a tu pareja antes
que llegue la noche, así dormirás feliz!
Luego, llegó don Conejo ojeroso y
somnoliento y le solicitó el mismo consejo. Doña Oveja le dio una respuesta
igualita:
— ¡Pídele perdón a tu pareja antes
que llegue la noche, así dormirás feliz!
Toda la tarde los conejos recordaron
la pelea. En sus cabezas resonaban las palabras que los hacían sentir muy mal —glotón,
barrigón, cansona, amargada…— ¡Aún les dolía el corazón!
Después, también llegaron
como ecos sus propias palabras, las que habían
pronunciado sin pensar en un momento de ira ¡Ambos desearon haber
callado a tiempo!
Al atardecer del día, don Conejo
llegó temprano con el deseo de pedirle perdón a doña Coneja. La buscó por toda
la casa pero no la encontró. Pensó que lo había abandonado, sintió un vacío enorme y comenzó a llorar
desconsolado tirado en su cama. Tras varios minutos de chillar y chillar a moco tendido,
abrió los ojos y observó encima de la almohada una nota pequeña que decía:
¡Lo siento mucho!
¡Por
favor, si aún me amas, búscame en nuestro árbol!
Con amor:
Tu conejita.
Don Conejo feliz se secó las lágrimas, limpió los mocos, peinó su pelo y practicó frente al espejo cómo meter su enorme panza.
Dándose prisa cruzó todo el jardín y corrió hasta el gran árbol: el mismo donde
un día le había prometido a doña Coneja amor eterno.
Al llegar, ella estaba esperándolo
con su mejor vestido y una bella sonrisa que la hacía lucir más joven. Los dos
se miraron y entre lágrimas se pidieron perdón.
Ese día como muestra de su amor: doña
Coneja le regaló a don Conejo una zanahoria deliciosa; él la disfrutó como si
fuera la última sobre la faz de la tierra. Él, por su parte, la alegró con una
bella flor. Era una hermosa margarita cuyos pétalos le confirmaron a doña
Coneja que… ¡Él todavía la amaba!
En la noche, antes de caer en un
profundo sueño, los dos se hicieron una nueva promesa:
¡Nunca más irían a la cama
sin antes pedirse perdón!...
© 2015 Liliana Mora
León